miércoles, 20 de noviembre de 2013

20-N:GRACIAS, CAUDILLO

Viene siendo norma de conducta durante toda la transición y ahora también, desde varios sectores nacionalistas españoles (en la actualidad, por unas u otras razones, prácticamente todos) pasar de largo cuando no denostar públicamente la figura del Caudillo con el único objetivo real, en mi opinión, de recibir la palmadita del enemigo político. Durante la transición se esgrimieron razones de pureza ideológica. Hoy además, en gran medida por los mismos -nuestros sectores más extremistas y radicales-, se esgrimen razones de eficacia política en nombre de la que, por cierto, ahora se olvida un mínimo, ya no de pureza, sino de coherencia y lealtad ideológica.


Si Franco hubiera sido guapo, alto y de voz recia, sin duda, hubiera sido un héroe de película. Pero Franco era bajito, feo, de voz nada carismática y, con toda probabilidad esa frialdad de la que le acusan, o era una terrible timidez o una profunda decepción ante el género humano o ambas cosas a la vez. No. Franco no era un héroe de película. Franco fue un héroe real y así fue sentido por una enorme parte del pueblo español que convirtió su nombre en sinónimo de victoria y liberación porque liberación era lo que sentían millones de españoles cuando veían la entrada de las tropas del Caudillo en su ciudad y victorias fueron sus batallas. Pero no es de ese Franco, del Franco soldado, del que quiero hablar.

Hoy quiero hablar del Franco cifras y hechos. Del Franco que hizo la España moderna. Del Franco que cambió la vida del pueblo español.

Durante la II República, en España, morían unos 300 españoles de hambre al año. España era un país cuya economía, desde siglos, incluía la miseria de su pueblo hasta el hambre. Tras la Guerra Civil y hasta 1.947 en España hay españoles que se mueren de hambre. Tras siglos de españoles que se mueren de hambre en 1.948 en España ya nadie se muere de hambre.
La esperanza de vida de un español durante la II República es de 50 años. En 1.950 es de 62 años. En 1.975 es de 70 años. Con respecto a la mortalidad infantil en 1940 era de 125/1000; en 1.975 es de 18/1000 nacimientos.
Con respecto a la Renta per Cápita está pasa de 131$ en 1.940 a 2088$ en 1.975. Era el 80% de la media europea. No se volverá a alcanzar ese nivel hasta finales del siglo XX. En 1.975 el españolito medio gastaba en alimentación el 39% de su desembolso. En 1.945 se gastaba en alimentación el 65%. Eso significa que al español medio cada vez le quedaba más dinero para algo que no fuera su subsistencia.
El analfabetismo en 1.940 era del 29%. En 1.975 del 7%. En 1.995 del 6%.
Antes de la Guerra Civil la población penitenciaria española era de 32.000 presos. En 1.975 era de 16.000. España había crecido en 10 millones de habitantes durante el Régimen de Franco pero su población penitenciaria era la mitad que al final de la II República lo que supone la práctica inexistencia de una delincuencia obligada por las condiciones económicas.
En España, el sector agrario ocupaba al 50% de la población activa durante la II República. En 1.950 es el 20%. En el sector servicios y el sector industrial la población activa pasa del 18 al 40%: es la entrada de España en la modernidad.
En base a cientos de estadísticas sobre las distintas materias producidas por nuestra nación, España pasa, de ser un país sin industria, a ser la novena potencia industrial del mundo.
Y para que nos riamos todos de Franco y sus embalses conviene saber que a lo largo de la historia de España, hasta 1.939, se construyen 190 grandes presas. Durante el Régimen del Caudillo se construyen 515. No voy a entrar en datos apabullantes sobre kilómetros de carreteras, viviendas sociales construidas, camas hospitalarias o todo lo que fue el nacimiento de las coberturas sociales hasta la Ley de Seguridad Social de 1.963 a la que no se añadió una sola cobertura más hasta el siglo XXI. Tampoco hablaré de la evolución española en materia de educación: escuelas, institutos, universidades laborales, universidades…Simplemente, brutal.
Sí hablaré de emigración. En primer lugar, habremos de coincidir en que las famosas divisas de los emigrantes no se las enviaban a Franco, ni al Estado. Se las enviaban a sus familiares. Ciertamente la mejora en el nivel de vida de esos familiares revertía en una mejora para muchos españoles. Pero esto no es lo importante. Lo importante es que la emigración no nace con Franco sino que viene de siglos y es precisamente durante el Régimen de Caudillo cuando se crean las condiciones económicas para que la emigración de siglos concluya.

Todo este enorme bagaje es simplemente un bosquejo de la Obra del Caudillo. No sé si todo aquello fue suficientemente revolucionario en su apariencia. No sé si fue vestido de la parafernalia revolucionaria suficiente. No sé si para explicarlo se usaron las palabras revolucionarias adecuadas. Pero si sé que fue, a lo largo de la larga historia de nuestra nación, el periodo, el único periodo sin discusión, de la vida de nuestro pueblo en que este evolucionó en materia social y económica de forma absolutamente revolucionaria. Yo, como falangista, me siento orgulloso de aquella etapa, la considero netamente revolucionaria en sus logros y en sus hechos y me enorgullece aún más que se llevara a cabo bajo los principios morales, políticos y sociales de La Falange y del nacionalsindicalismo.

A fecha de hoy, y a pesar de lo que ha caído sobre la figura del Caudillo, Franco sigue siendo un héroe soldado y un héroe estadista para una buena parte del pueblo español que observa, supongo que perplejo, como nadie, ni los nacionalistas españoles si quiera, defienden su memoria públicamente y a veces hablan de Franco como de un simple personaje histórico como si Stalin o los Omeyas no lo fuesen también. Roma no paga traidores. España, en el fondo, es Roma. Así nos va.

Eduardo Arias, www.laredgualda.com

martes, 19 de noviembre de 2013

20-N:JOSÉ ANTONIO PRIMO DE RIVERA, ¡¡PRESENTE!!


José Antonio era alto, guapo, moreno y con la mirada profunda que le confería el ser un jurista de primera calidad, condición aplicable a su carácter como persona. Ciertamente, pertenecía a eso que llamamos aristocracia. Pero jamás fue un aristócrata altivo y clasista. Fue un aristócrata sencillo, un aristócrata “popular”, entendiendo el término como un hombre rico que se preocupaba por las clases populares. En vez de dedicarse a derrochar su fortuna en orgiásticas experiencias o en holgazanear, decidió dedicarse por entero a España y a los españoles. En ello invirtió largas y pesadas horas, comiéndose la cabeza para encontrar la fórmula secreta que sedujera a esas clases españolas, proletariado, burguesía y aristocracia, en las que él depositaba las esperanzas para construir la España una, grande y libre que figuraba en la cosmovisión falangista.

En el preciso momento en que José Antonio miraba su reloj eran las tres de la madrugada del 20 de noviembre de 1936. En breves horas sería ejecutado. El sueño de ver a su amada España en lo más alto de la posición mundial se iba a desvanecer. Quizá algún día, allá desde el Cielo, podría ver resurgir a España. ¡Quién podía saberlo! Las fuerzas nacionales habían fracasado en Alicante, maldecía. ¿Por qué tenía que morir? Bueno, pensaba tras la dubitación, era muy lógico que, habiendo sido asesinados millares de falangistas y de derechistas durante el decurso de la guerra e incluso antes, cayera ahora él, que era el máximo dirigente de la fuerza nacional más importante: Falange.

Tomó la Biblia que había en la mesa de su celda, y abrió por una página al azar. Leyó: “Yo estaré con vosotros hasta el fin del mundo” Hojeó más allá, y se encontró con la sentencia: “Padre, aparta de mí este cáliz”. José Antonio, que se había mostrado muy entero en la defensa que hizo de sí mismo y de su hermano, no pudo evitar que una lágrima empezara a recorrer su mejilla, y exclamó un poco en voz alta: “Señor, el fin para mí está cerca. Aparta de mí este cáliz. Por favor, no me abandones”. Se tumbó en la cama y comenzó a escribir en una arrugada hoja de papel: “Esto toca a su fin. En unas horas estaré ya junto a Dios y su Juicio. Los ángeles con espadas estarán esperando mi llegada. Me voy sin jactancia, porque nunca es alegre morir a mi edad, pero no espero que nadie incurra en dramatizaciones inútiles de mi muerte. Ahora mismo están luchando por los campos de España miles de falangistas dispuestos a dar su sangre por la España en la que creen y a la que yo les acerqué. Es normal, por lo tanto, que yo, que soy el líder de esos muchachos de corazón ardiente, dé mi sangre por esa España que yo traté de alcanzar en vida. Espero que las escuadras enteras de falangistas que añoran la España inmortal sirvan a su nuevo jefe, el general Francisco Franco, como lo hicieron conmigo. Mi muerte no debe significar el fin de nuestra lucha, pues mientras haya un solo falangista en España, nuestro ideal seguirá vivo y en pie. Tengo a mi lado un crucifijo que espero me ayude a superar el miedo que ahora me atenaza el corazón. Sé que habrá muchos camaradas, muchos amigos, muchos familiares que llorarán mi pérdida, pero sólo puedo decirles que no se preocupen, que en unos años (espero que muchos, porque ellos aún son útiles en el servicio de la Patria) nos veremos allá arriba, en comunión con el Altísimo que todo lo puede. Confío en que esta guerra, tan dolorosa, sirva para expulsar por fin del interior de España a los diablos marxistas y liberales, que son quienes nos han llevado a esta situación. Un abrazo para todos aquellos que pusieron su fe ciega en mí y hasta siempre, José Antonio”.

Ya eran las 5 y media. José Antonio sacó una foto de sus padres que tenía guardada en la maleta, y besándola con cariño, dijo en voz muy baja: “En breve nos veremos, papá. Por fin podré darte un beso, mamá. No sabes lo que he sufrido por tu ausencia”.

A continuación, guardó la foto y sacó una serie de cartas, que iban dirigidas a sus familiares y amigos. Las dejó sobre la mesa y las releyó despacio. Las volvió a guardar y las acompañó con una nota que ponía: “Dar a sus destinatarios”. Se peinó el poco pelo que aún perduraba en su cabeza, y volvió a recostarse sobre la cama. Rezó en silencio, en una oración que se prolongó una eternidad. Sabía que era la última vez que hablaría con Dios antes de verle. La hora había llegado.

La voz del carcelero retumbó por el pasillo donde se apiñaban las celdas:

José Antonio Primo de Rivera, vístase. Es la hora.

José Antonio se puso, en un silencio conmovedor, las zapatillas, y se echó uno de sus preciosos abrigos por encima. El carcelero, impaciente por llevar a cabo la ejecución y poder así echarse a dormir, le espetó:

Vamos, coño, que es para hoy.

La voz de José Antonio sonó serena para decir:

Como sólo se muere una vez, hay que morir con dignidad.

Una vez que se hubo vestido, José Antonio fue conducido ante la presencia de su hermano Miguel. José Antonio, con un brillo chispeante en sus ojos saltones, dijo:

Hola, Miguel.

Hola, Jose. Bueno, creo que ha llegado la hora de despedirnos.—le respondió con voz temblorosa Miguel.

Sí, creo que sí. Os quiero mucho a todos, Miguel. Cuando salgas de aquí, dale un abrazo muy fuerte a todos nuestros hermanos y un beso a la tía Ma.

Se lo daré de tu parte. Te quiero mucho, hermano—dijo Miguel con unas lágrimas aflorando en su rostro.

Help me die with dignity—susurró José Antonio con su persistente brillo en los ojos y una tenue flacidez en el semblante.

José Antonio, ruega por nosotros.

La voz bronca del carcelero interrumpió a los dos hermanos: “Vamos, deprisa, ya es hora”

José Antonio, que en ese momento estaba abrazándose postreramente a su hermano, fue cogido por la espalda por el carcelero y otro colega. Cuando se lo llevaban, espetó:

Miguel, España no se rendirá. ¡¡Arriba España!!

¡¡Arriba España siempre, José Antonio!!—respondió Miguel conmocionado.

José Antonio, en el pasillo, no pudo reprimirse, y con serenidad, les dijo a los guardianes una frase que ya había pronunciado en uno de sus juicios:

¡Qué equivocados estáis! Vais a fusilarme a mí, que venía en vuestro amparo.

Llegaron al patio de la cárcel. Se oían ruidos de pistolas y de granadas, olía a pólvora. José Antonio fue llevado junto a cinco personas más, tres falangistas y dos carlistas, a un rincón de la prisión. Los jóvenes falangistas quedaron impresionados al ver a su líder, allí, con su imponente abrigo, sereno, incluso con un ademán sonriente en el rostro al ver allí a sus muchachos. José Antonio, en última instancia, dijo a aquellos que se disponían a llevárselo para siempre:

Yo no soy vuestro enemigo. Yo soy vuestra ayuda. No tenéis que fusilarme a mí, sino a vuestros jefes. Ellos no hacen nada por vosotros. Son sólo embusteros.

Los miembros del pelotón de fusilamiento hicieron caso omiso de las palabras de José Antonio. Éste, consciente de que era inútil cualquier intento de avenirse a razones con aquellos, les espetó:

¿Son ustedes buenos tiradores?

Los otros contestaron afirmativamente. José Antonio, cuyo abrigo le había pedido el carcelero como regalo, tomó su abrigo y lo arrojó con fuerza hacia el carcelero. A continuación, apretó con fuerza el crucifijo que llevaba en su mano izquierda. La descarga de los doce miembros del pelotón, seis anarquistas de la FAI y seis comunistas, sonó atronadora. José Antonio, en trance de muerte, exclamó antes de caer al suelo fulminado por las balas, con el brazo derecho en alto:

¡¡¡Arriba España!!!

Todo había terminado. José Antonio yacía ensangrentado en el suelo. Su corazón español había sido fulminado por la acción asesina de las balas. Uno de los cerebros más privilegiados de Europa, en palabras de don Miguel de Unamuno, había muerto. Pero su asesinato no fue en vano. Su generosa sangre regó los destinos de España durante los cuarenta años siguientes, un periodo en el que España volvió a ser Una, Grande y Libre.