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PRIMERO DE ABRIL:
EL DÍA DE LA VICTORIA
“En el día de hoy, cautivo y desarmado el ejército rojo…”
Si nuestra fue la Cruzada, de 1936 a 1939, de ellos fue la guerra civil, de 1938 a 1939. Efectivamente, dentro de sus frentes y en las ciudades que ocupaban, los rojos tuvieron su propia guerra en miniatura, tal vez para poder ganar alguna batalla en la península. Así fue que los socialistas se tiroteaban entre sí, ya fueran “los de Largo Caballero” contra “los de Prieto”, o bien los anarquistas de la F.A.I. contra los comunistas de Barcelona, o quizás todos ellos contra los del Partido Obrero de Unificación Marxista, alias ¡POUM! que acabó con fama de ser fascista, vaya uno a saber por qué. Los demonios, aún cuando se unan para llevar adelante su guerra contra los hijos de la Mujer, se odian entre sí, y a estos “luchadores por la libertad” (…de perdición, diríamos con cierto tinte papal en la expresión) les pasaba otro tanto.
Pero mientras los rojos retrocedían peleándose entre sí y llevándose el oro a Rusia, Cataluña volvía a ser de España, las políticamente llamadas potencias se apresuraban a designar embajadores ante la España de Burgos (cuartel general de Franco) para no quedar fuera de foco, y los diarios internacionales empezaban a pensar cómo podrían explicar el triunfo de los nacionales luego de publicar tantos comunicados triunfalistas de los republicanos, dirijamos nuestra mirada hacia quienes más habían sufrido en los casi tres años de combates: veamos a Madrid y a la Iglesia.
¡Madrid! En realidad, Madrid no fue ocupada el 28 de marzo de 1939: la verdadera ocupación tuvo lugar varios años antes, y la llevaron a cabo los milicianos, que la llenaron con su odio a todo lo sacro, a todo lo honrado. Estos invasores, los llamados leales que fueron desleales a todo lo divino y lo humano, se encargaron de sembrar de chekas y cadáveres su territorio, y en medio de la suciedad y las ruinas que toda guerra trae aparejada, escribieron en cada pared, en cada escaparate, en cada cartelón, sus consignas más rutilantes: “Fortificarse es vencer”, “Madrid será la tumba del fascismo”, “Madrid resiste”, y la última, la más famosa y desafiante: “¡No pasarán!”
(¡Qué diferencia con las calles de cada pueblo liberado, ya fuesen éstas grandes avenidas o humildes callejuelas, donde además de los vítores a España, a Franco y a la Falange, solía aparecer una frase breve, pero llena de un hondísimo sentimiento, reflejo del alma de quienes la escribían, síntesis expresiva que apuntaba a lo espiritual por sobre todo: “Ante Dios no serás héroe anónimo”).
Lo cierto fue que se llegó a las puertas de Madrid y… pasamos, claro. El avance final fue una marcha jubilosa, casi no hubo resistencia. Los soldados republicanos, hartos de tantas privaciones y mentiras, salían al encuentro de los nacionales y muchas veces, luego de tirar sus armas y saludarlos con el brazo en alto, les pedían que les diesen algo de comer y que los aceptaran en sus filas. Al fin de cuentas, es menester recordarlo: no eran soviéticos, sino españoles.
Muchos de los milicianos, que habían asesinado a tantos prisioneros patriotas, se paseaban masivamente enarbolando banderas blancas. Desde la Ciudad Universitaria, donde habían llegado las tropas marroquíes del Ejército de África, desde Carabanchel, desde la Casa de Campo, los soldados de Dios y de España buscaban el centro de la capital, donde la quinta columna (los partidarios camuflados que resistieron el terror de los tres años de la guerra en los sótanos de Madrid) se había lanzado a la calle a liberar a los presos que aún estaban con vida y a mostrar su júbilo por la victoria haciendo tremolar sus banderas al viento y volviendo a llenarse los ojos de sol. Madrid ya era libre, y ellos volvían a rezar sin miedo a que los matasen por hacerse la señal de la cruz.
Con la promesa-sueño de “tomar un café en Madrid” al fin cumplida, durante el 29 y el 30 de marzo, los ejércitos nacionales terminaron de liberar las últimas zonas españolas ocupadas por la garra del oso ruso. Los últimos lugares que aún aguardaban su libertad eran Almería, Murcia y Cartagena, desde donde todavía huían algunos comunistas irreductibles.
Y el famoso 1º de Abril, desde ese entonces y para siempre nuestro Día de la Victoria, y el comunicado final… “En el día de hoy, cautivo y desarmado el ejército rojo, las tropas nacionales han alcanzado sus últimos objetivos militares. La guerra ha terminado”. Gracias a Dios, todo había terminado.
Todo podía comenzar otra vez.
¿Y la Iglesia? Al caer la tarde de ese glorioso 1º de Abril, Franco recibió un telegrama. Éste decía: “Levantado nuestro corazón al Señor, agradecemos sinceramente con Vuestra Excelencia deseada victoria católica España, hacemos votos porque este queridísimo país, alcanzada la paz, emprenda con nuevo vigor sus antiguas cristianas tradiciones que tan grande la hicieron. Con estos sentimientos efusivamente enviamos a Vuestra Excelencia y a todo el noble pueblo español nuestra apostólica bendición. Pius PP. XII”.
Con las últimas horas de la histórica jornada, partió la contestación al telegrama del Vicario de Cristo: “Intensa emoción me ha producido paternal telegrama de Vuestra Santidad con motivo victoria total de nuestras armas, que en heroica cruzada han luchado contra enemigos de la religión, la patria y la civilización cristiana. El pueblo español, que tanto ha sufrido, eleva también con Su Santidad el corazón al Señor que le dispensa su gracia y le pide protección para su gran obra del porvenir y conmigo expresa a Vuestra Santidad inmensa gratitud por sus amorosas frases y por su apostólica bendición que ha recibido con religioso fervor y con la mayor devoción hacia Vuestra Beatitud. Francisco Franco, jefe del Estado español”.
¿Quién mejor que el Papa de la Hispanidad podría resumir la alegría de la Esposa de Cristo ante la Victoria de la Undécima Cruzada? Regocijémonos, españoles, con la voz de la Roma eterna:
“Con inmenso gozo Nos dirigimos a vosotros, hijos queridísimos de la católica España, para expresaros nuestra paternal congratulación por el don de la paz y de la victoria con que Dios se ha dignado coronar el heroísmo cristiano de vuestra fe y caridad, probadas en tantos y tan generosos sufrimientos.
“Anhelante y confiado esperaba Nuestro predecesor, de santa memoria, esta paz providencial, fruto, sin duda, de aquella fecunda bendición que, en los albores mismos de la contienda, enviaba «a cuantos se habían propuesto la difícil y peligrosa tarea de defender y restaurar los derechos y el honor de Dios y de la religión». Y Nos no dudamos de que esta paz ha de ser la misma que él mismo desde entonces auguraba, «anuncio de un porvenir de tranquilidad en el orden y de honor en la prosperidad».“Los designios de la Providencia, amadísimos hijos, se han vuelto a manifestar, una vez más, sobre la heroica España. La nación elegida por Dios como principal instrumento de evangelización del nuevo mundo y como baluarte inexpugnable de la fe católica, acaba de dar a los prosélitos del ateísmo materialista de nuestro siglo la prueba más excelsa de que por encima de todo están los valores eternos de la religión y del espíritu (…)
“Nos, con piadoso impulso, inclinamos, ante todo, nuestra frente a la santa memoria de los Obispos, sacerdotes, religiosos de uno y otro sexo y fieles de todas las edades y condiciones que, en tan elevado número, han sellado con sangre su fe en Jesucristo y su amor a la religión católica. Maiorem hac dilectionem nemo habet. No hay mayor prueba de amor”.(Fragmentos del mensaje que dirigió Su Santidad Pío XII a España con motivo de la Victoria, el 16 de abril de 1939).
Pocos días más tarde, el 20 de mayo, Franco rindió su espada victoriosa ante el Cristo de Lepanto, traído expresamente desde la ciudad de Barcelona, y colocado en el altar mayor de la iglesia de Santa Bárbara, en Madrid.
Luego del Te Deum, el Caudillo pronunció la siguiente oración:
“Señor, acepta complacido la ofrenda de este pueblo que conmigo y por tu nombre ha vencido con heroísmo a los enemigos de la verdad, que están ciegos. Señor Dios, en cuyas manos está el derecho y todo poder, préstame tu asistencia para conducir este pueblo a la plena libertad del imperio, para gloria tuya y de la Iglesia.
“Señor: que todos los hombres conozcan a Jesús, que es Cristo, Hijo de Dios vivo”.
El Cardenal Isidro Gomá y Tomás, Primado y Arzobispo de Toledo, le dio la bendición diciendo: “El Señor sea siempre contigo, y Él, de quien procede todo derecho y todo poder, y bajo cuyo imperio están todas las cosas, te bendiga y con admiración providencial siga protegiéndote, así como al pueblo cuyo régimen te ha sido encomendado. Prueba de ello sea la bendición que te doy en nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo”.
Luego, el Cardenal Gomá y nuestro Caudillo Franco se abrazaron. Y las campanas de toda una nación volaron anunciándole al mundo que España era Una y Libre. Y luego del abrazo de la cruz y la espada, España también fue Grande.
Españoles, unámonos en el recuerdo de nuestros gloriosos muertos y junto a ellos, gritemos una vez más:
España ¡Una!
España ¡Grande!
España ¡Libre!
¡Arriba España!
¡Viva España!
Rafael García de la Sierra
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