Por Luis Suárez, www.arbil.org
El último premio nacional de historia analiza la constitución básica de la nación española, el modo en que se encuentra constituido el cuerpo nacional. Una constitución histórica basada en la dignidad del hombre y que en política se identifica con un sentimiento de lealtad y no fidelidad: El ejemplo más significativo. A finales del siglo XV llegó a uno de estos reinos de España, Navarra, la hora definitiva de elegir entre la fidelidad debida a unos Reyes, perdiendo en ella su ser hispánico, su libertad, su condición de reino y sus fueros, o la integración en esa misma España que permitía ganar fuero y reino, Corte y libertad. Lógicamente escogió lo segundo.
Desde Ockham y el nominalismo exagerado, se ha apoderando de Europa una corriente -que ha llegado fuerte hasta nuestros días- que niega al hombre su calidad de persona que se trasciende, para convertirle sólo en individuo. Se afirma que los países, las naciones, las entidades y la misma Iglesia, no son entes en sí mismos, generadores de un derecho, sino solamente sumas de individuos y que, por tanto, la verdad en una decisión no puede establecerse por fidelidad a una herencia recibida sino sólo como resultado de la mayoría de votos. Frente a esta corriente, España reacciona efectuando una reforma religiosa, filosófica y política que, en lo más íntimo, no hacía sino afirmar el principio de que el hombre se trasciende, fuera de sí mismo, hacia el prójimo y hacia Dios, hacia su tierra y hacia la comunidad de que forma parte.
Los historiadores nos vamos acostumbrando a establecer la ambivalencia de la palabra constitución hay mucha diferencia entre el enunciado constitutivo -la nación es así- como el que poseen los Estados Unidos, sin escribirlo Inglaterra, y el enunciado constituyente. Cuando el enunciado es constitutivo no se pretende inventar nada: se recoge la herencia que la Historia ha creado en nuestro país y de la que los ciudadanos de hoy no pueden considerarse dueños, pues pertenece a los que vivieron antes y a los que han de venir después. Pero en cambio cuando se trata de buscar un texto constituyente -y esto sucede desde la Revolución francesa y entre nosotros desde la Constitución de 1812- no se pretende respetar (o que hay; sino imponer al futuro una determinada dirección. Sólo así se comprende que haya una Constitución española que empiece con un capítulo tan inefable como el que afirma que los españoles "serán. buenos y benéficos" -¡Dios mío, qué tendríamos que hacer con los malos!- o aquella de la República española que, como ustedes recuerdan, decía de España que es un "República de trabajadores de todas clases". ¿Y los no trabajadores?
No se rían... no nos riamos... En la Constitución actual se habla de regiones y nacionalidades. Se apunta a esto, para crearlas, aunque no existan. Y esa es la tremenda interrogante de futuro que cobra en nuestros días sentido dramático.
En cambio, el primero de los principios del Movimiento Nacional -y haría falta un curso entero para explicar lo que esto significa- afirmó precisamente que "España es una unidad de destino en lo universal". Se incorporan en ella dos conceptos muy fundamentales. Primero que España es y no necesita llegar a ser; es la herencia que hemos recibido con cierta estructura. Segundo, que hemos de amar a España no porque nos guste, pues amar lo que gusta carece de mérito, sino precisamente con el sentido serio y dramático de la existencia, aunque no nos guste. Más aún, precisamente porque no nos gusta, y no con el amor de sensualidad que une al aldeano con su valle, sino con el amor que trasciende al hombre y le une en unidad de destino, desde el pasado al futuro que tiene que construir.
En la mente de Dios los españoles hemos recibido algo y somos llamados a responder. Lo que Dios reclama a cada una de las generaciones de españoles es que sepa asumir libremente la herencia de ese algo esencial que somos y responda de ello. Quisiera ahora que se me permitiese usar de mi oficio de historiador -doy lo que tengo y no puedo hacer otra cosa- para tratar de explicar cómo yo mismo y los historiadores actuales vemos a España.
El año 754 un anónimo cronista mozárabe que vivía en Córdoba, refiriéndose a la conquista de España por los musulmanes, acuñó una frase: "La pérdida de España." No puede perderse algo si antes no ha existido. Antes del 711, en la mente de ese monje mozárabe, España ya existía: había sido creada por mano de Roma, de la que recibió fundamentos esenciales de su ser, como el derecho que respeta la entidad de la persona y considera el ejercicio de la libertad como un juego entre ley y deber; la lengua latina, tronco inicial para la expresión del pensamiento, el concepto jurídico de la familia, la organización del municipio y, por último, el Cristianismo, que dio a los españoles una especial sensibilidad para la trascendencia. Todo esto, que se estaba fundiendo en un gran crisol, en una manera de ser que arrancaba de San Isidoro el laudes Hispaniae -qué duda cabe de que hoy San Isidoro sería motejado de nostálgico- y estaba logrando con los concilios de Toledo un primer esquema político, es lo que se rompe el 711 provocando la exclamación del mozárabe.
Por eso la primera gran tarea nacional fue precisamente recobrar aquella España perdida. De ahí que hablemos de Reconquista. Se preguntaba Ortega y Gasset cómo puede llamarse reconquista a algo que dura tanto tiempo. Precisamente porque dura ese tiempo, porque es ganar día a día, siglo a siglo, una tierra, la llamamos Reconquista. Durante los siglos centrales de la Edad Media los españoles que nos precedieron se sintieron unidos lentamente a esa tierra, a la que amaron como aman los guerreros. Por eso es en España el amor a la patria un amor real, físico y casto, y por eso también en la épica española encontramos una penetración profunda de conciencia histórica y no de mitología. Nuestros grandes personajes son seres apegados a la tierra y dotados del sentimiento de su propia dignidad. El Cid o Fernán González aparecen como hombres de carne y hueso. Al mismo José Antonio Primo de Rivera llamaba mucho la atención aquella frase del Poema del Cid, tantas veces repetida: ¡Dios qué buen vasallo si oviera buen señor! Esta es una de las características fundamentales del señor español. Si la frase se analiza bien, da por sentado que el vasallo es bueno: lo que en nuestro país no está tan seguro es que el señor lo sea también...
En la más antigua conciencia política castellana, la dignidad del hombre se identificó con un sentimiento de lealtad y no fidelidad. España no imagina un héroe como el de la Canción de Rolando, que prefiere morir antes de tocar el cuerno que le permite llamar en su auxilio al emperador. Aquí los reyes y los vasallos tienen que tratarse con la misma recíproca lealtad. Lo que verdaderamente inspiraba emoción a los españoles de la Edad Media, era la figura del Cid cuando tomaba al Rey sobre los evangelios, el juramento de que nada había tenido en la traición que costara la vida a su hermano. Así, en las relaciones entre monarca y súbditos, entre señor y vasallo, nació el fundamento trascendental de nuestra libertad.
Por razones militares, la Reconquista impuso la diversificación de poderes: había que hacer frente a un enemigo numeroso y superior era preciso abrir el frente y dividir los lugares de la batalla. Por eso nacieron diferencias regionales. Pero cuando la Reconquista termina, a mediados del siglo XIII, se plantea el retorno a la unidad: pues nadie duda que la unidad es superior a la división. Hemos tenido que llegar a nuestros días para que pueda presentarse la pluralidad como mejor. Pero esto es, desde el punto de vista de un historiador, sólo una aberración.
Podría señalar con detenimiento las etapas exquisitas a través de las cuales se fue fortaleciendo el concepto de soberanía, depositado en la Corona real, sin privar a nadie de la riqueza variada de las regiones, pero creciendo en la unidad, en lugar de deshacerla. Voy a mencionar sólo el ejemplo más significativo. A finales del siglo XV llegó a uno de estos reinos de España, Navarra, la hora definitiva de elegir entre la fidelidad debida a unos Reyes, perdiendo en ella su ser hispánico, su libertad, su condición de reino y sus fueros, o la integración en esa misma España que permitía ganar fuero y reino, Corte y libertad. Lógicamente escogió lo segundo. Por eso ha sido Navarra, hasta nuestros días, la más españolista de las regiones españolas.
Algunas veces se ha dicho que la unidad española fue creada de acuerdo con el modelo de Castilla. No es cierto. El modelo que se usó fundamentalmente fue el de la Corona de Aragón. Sin embargo, aquella soberanía organizada sobre la unidad y respetuosa con lo que era diverso y peculiar, aseguró a España el papel de primera potencia mundial que ya fuimos a finales del siglo XV y durante el siglo XVI. Es curioso e importante señalar a este respecto otro detalle: nunca los cronistas contemporáneos de los Reyes Católicos llamaron a estos creadores o forjadores de la unidad española, sino restauradores. España existía desde mucho antes y había sido gloriosamente restaurada.
Así surgió la mejor forma de Estado que ha conocido Europa, la Monarquía católica, tradicional y representativa, a la que precisamente el Caudillo aludió muchas veces para ponerla en contraposición, con la de los tristes episodios que España había tenido que vivir en las últimas etapas del siglo XIX, y primeras del XX. Y fue la mejor forma de Estado, porque estaba descubriendo lo que mucho más tarde se ha presentado como libertad jurídica para los súbditos. En 1188 inventamos las Cortes; que el Parlamento inglés no es otra cosa que adaptación de las instituciones castellano-leonesas, hecha por Simón de Monfort. Vino luego la fijación por escrito del Derecho, de la estructura jurídica de la sociedad y, por último, la conciencia de que las libertades públicas nacen precisamente del encuentro entre hombre, tiempo e Historia.
Yo recuerdo la sorpresa que representó para mí, al leer por vez primera el Fuero de Navarra de 1275, comprobar que comenzaba hablando de don Pelayo y Covadonga y del modo "como los montañeses comenzaron a facer rey". De allí, de la raíz unitaria de la Reconquista, había salido todo, incluso el crecimiento de cada uno de los estados que componen esa única nacionalidad española.
En el siglo XIV el proceso de transformación de esta forma de Estado que es la Monarquía tradicional, dio un salto gigantesco al establecer, por vez primera, tres esferas de poder autónomo: legislativo de las Cortes, judicial de la Audiencia, ejecutivo de los Consejos. Multiplicando estos Consejos, España se adelantaba a crear un estado de derecho, respetuoso para la libertad y la dignidad del hombre. Pues también los reyes estaban sujetos a la ley y no exentos de ella. Cuando se compara a Isabel la Católica con cualquiera de sus reyes contemporáneos, la diferencia es abismal: junto a ella o su marido Fernando, Enrique VIII no pasa de ser un grotesco tirano arcaizante Tenemos que tener el valor de decir también las cosas de que nos enorgullecemos.
Todo esto sucedía en el momento en que, a causa de Ockham y del nominalismo exagerado, se estaba apoderando de Europa una corriente -que ha llegado fuerte hasta nuestros días- que negaba al hombre su calidad de persona que se trasciende, para convertirle sólo en individuo. Los nominalistas afirmaron que los países, las naciones, las entidades y la misma Iglesia, no eran entes en sí mismos, generadores de un derecho, sino solamente sumas de individuos y que, por tanto, la verdad en una decisión no podía establecerse por fidelidad a una herencia recibida sino sólo como resultado de la mayoría de votos. Claro es que Ockham fue consciente de la barbaridad que esto significaba, y trató de remediarla mediante una fórmula que podemos brindar como solución para sus angustias a los políticos de nuestros días:
La mayoría tiene razón cuando es al mismo tiempo la parte mejor y la más sana, pues en caso contrario, aunque sea mayoría, no tiene razón.
Frente a esta corriente, España reaccionó efectuando una reforma religiosa, filosófica y política que, en lo más íntimo, no hacía sino afirmar el principio de que el hombre se trasciende, fuera de sí mismo, hacia el prójimo y hacia Dios, hacia su tierra y hacia la comunidad de que forma parte. Tal es la gran reforma española que se inscribe entre 1375 y 1530. Frente al mundo, España defendió ciertas cosas esenciales que tampoco entonces estaban de moda. Defendió la dignidad del hombre porque es una criatura de Dios. Defendió la capacidad de la razón para comprender, pero no para dominar. Defendió la relación que existe entre verdad y libertad, siendo la segunda hija de la primera. Defendió que el honor y la lealtad, el respeto a la palabra dada y el cumplimiento de lo que se jura, son normas esenciales de la conducta.
Todo esto queda reflejado en el orden del pensamiento y en nuestras aportaciones a la cultura. Así dimos las leyes de Indias que trataban a los pieles rojas como seres humanos, y el Derecho de gentes de Francisco de Victoria, y las prelaciones del Padre Suárez, y la razón de la razón en el Quijote. Fijaos en la frase de Cervantes, cargada de sentido: don Quijote no se vuelve loco simplemente por leer libros de caballerías -esos eran incapaces de enloquecer a nadie-, sino porque penetraban a través de ellos mensajes como aquel de la razón de la sin razón que a mi razón entontece, etc. ¿No es la razón de la sin razón un antecedente de la crítica de corazón pura y de la razón práctica? El Quijote, decía Unamuno, es como una reivindicación de la razón sujeta al servicio del hombre. Dimos también al mundo el sentido profundo de la existencia humana, que no cobra valor como en el sueño que es tránsito, mientras no tiene en cuenta el objetivo hacia el que apunto. Dimos una clara definición del desgarra miento de la libertad en la conciencia, en Tirso de Molina... Y como resultado de esto dimos al mundo más de veinte naciones al otro lado del mar, donde sus habitantes eran declarados hijos de Dios y hermanos nuestros. Por eso pudieron seguir viviendo.
No estoy tratando de hacer la alabanza de España ni la justificación de nuestros méritos -habrá que pensar también en los muchos defectos-, sino de apuntar hechos: España fue así, defendió estas cosas y sostuvo esta línea de pensamiento. Con toda lógica, España se convirtió en el gran obstáculo para la otra corriente europea que cristalizaba, a través de Martín Lutero, en la que llamarnos protestantismo. La oposición española al luteranismo nunca fue circunstancial, producto de coyuntura, sino esencial, radical, profunda. ¿Cómo podría cualquiera de los maestros de Salamanca -y pienso en fray Luis de León- comulgar con las ideas de Lutero que llamaba a la razón "esa prostituta"? Nosotros estábamos entre tanto afirmando y defendiendo la idea de que el destino del hombre es una tensión hacia el futuro, con esperanza, mientras luteranos y calvinistas sostenían que la vida no es sino un círculo en que el hombre se devora a sí mismo, sin esperanza, a menos de que haya sido previamente elegido, designado por Dios para La salvación.
Del luteranismo nació después el racionalismo, pero no el que pone la razón al servicio del hombre, sino, al contrario, somete al hombre al imperio de la razón, a la que deifica. Y así llegará un día en que "un hombre nefasto en la historia, que se llamó Juan Jacobo Rousseau" - ¿os acordáis de esta frase?-, dirá que el hombre encerrado en sí mismo, no se trasciende, ni mejora, y que la verdad no es la verdad, y que la libertad nada tiene que ver con la verdad que no existe, porque una y otra dependen únicamente del número de. votos, cantidad que puede ser sumada o añadida. Y he aquí que el mundo ha aceptado una pretendida verdad tan monstruosa como ésta: doscientos mil tontos sumando sus votos edifican un ente de razón, mientras que veinte inteligentes tienen que renunciar a defenderla.
La lucha de España fue una batalla de gigantes. Voy con mucha frecuencia a El Escorial. Confieso que experimento una gran emoción cuando, bajo aquellas bóvedas, contemplo, en silencio y soledad, la medida racional de un hombre, Felipe II, que vino a ser como la condensación de estas ideas en esfuerzo político. Luchamos los españoles por la razón de la razón, y perdimos... Acaso nos sirva de consuelo pensar que perdimos por poco. En 1634 el cardenal-infante don Fernando aplastó en Nordlingen a los suecos, y por un instante llegó a creer que el luteranismo iba a desaparecer. Fueron años curiosos, de esfuerzo enorme, desmesurado acaso a la realidad material de España. Como una de mis más emotivas experiencias de historiador, recuerdo un día en el Archivo de Simancas, cuando encontré la carta en que el marqués de Mirabel, embajador en París el año 1635, al comenzar la guerra fina con Francia, relataba a su Rey los azares de su salida de la capital, cuando sólo y sin escolta, corría hacia el norte los caminos que empezaban a poblar los soldados en armas. Detenido por una patrulla gritó España, y le contestaron con la misma voz: eran las vanguardias del cardenal infante, que marchaban sobre París.
Sí, pero perdimos. En 1640, por el esfuerzo excesivo, España se rompió. Fue el Corpus de sangre de Barcelona. Perdimos y, como consecuencia de esta derrota, se impuso a Europa la filosofía del inmanentismo radical, aquella que ve en el hombre un individuo; en la verdad, un estado de opinión, y en la existencia, sólo una consecuencia del pensar. A partir de entonces la forma de Estado que España practicaba y defendía fue socavada y combatida. Las Monarquías adquirieron la primera de las dos grandes enfermedades: se hicieron absolutistas, cosa que resulta paradójica en una Monarquía. Al reducirse el hombre a individuo, reconociéndose en él una libertad meramente cuantitativa, sin que se le ofrecieran objetivos que le trascendiesen, no le quedaban sino dos opciones y ambas económicas: producir dinero o tomar lo. Lo primero es meta del capitalismo. Lo segundo, del socialismo. Pero no nos engañemos porque capitalismo y socialismo no son sino sentidos opuestos dentro de una misma dirección. Ninguna de ambas cosas puede calmar las ansias de un espíritu español.
Durante casi dos siglos pareció que España estaba dispuesta a encerrarse en sí misma, como si hubiera perdido la energía inicial y la capacidad de lucha. Era la gran vencida. Tanto que aceptó con reyes extranjeros fórmulas extranjeras para sus instituciones. Es verdad que de cuando en cuando sorprendía con gestos como los de 1808 ó 1833, que eran, sin embargo, como zarpazos de una fiera herida, que desgarra a sus propios hijos porque se resiste a morir. Para las minorías de políticos dirigentes no parecía haber otra solución que copiar lo que de fuera nos decían. Copiando, estábamos irremisiblemente condenados a llegar tarde, perdiendo lentamente lo que aún quedaba de enorme patrimonio nacional.
Del fondo de los sentimientos españoles se alzaban voces de advertencia. Todavía en el siglo XVIII el Padre Isla o Feijoo advertían contra la manía pueril de las imitaciones: era España la que tenía que encontrarse a sí misma. No ha sido sino desde mediados del siglo XIX que ha llegado a construirse en España una línea coherente de pensamiento, línea que ahora se trata de enmascarar asignando a los hombres calificativos políticos de división. Me niego en redondo a someter nada de esto a las mezquinas divisiones cartesianas que impusiera un día la Asamblea Legislativa de la Revolución francesa: colgar sobre los hombres de genio etiquetas que no sirven para otra cosa sino para ser destruidas cuanto antes.
La línea empieza en Balmes, uno de los filósofos más clarividentes que ha producido Europa, muerto muy joven y en un país que no tenía la fuerza política suficiente para imponer el respeto a sus pensadores. Pues Balmes, que murió precisamente en 1848 y no pudo, por tanto, conocer el Manifiesto Comunista, explicó con clarividencia algo de lo que aguardaba a Europa en los próximos años cuando la corriente del nominalismo, aniquilaba a la libertad racional. Vino después Donoso Cortés para recordar de qué manera la libertad del hombre está indisolublemente ligada a su conciencia moral, y que si los españoles habían sido capaces de defender durante muchos siglos esa forma de libertad personal, ello se debía a su posesión de una profunda capa religiosa. Habría que saltar de unos nombres a otros, dejando fuera a la inmensa mayoría, por falta de espacio y de capacidad de quien os habla. Dramas como el de Ganivet, que no pudo soportar el espectáculo de su patria postrada. Voces como la de don Marcelino Menéndez y Pelayo, que descubrió -y anunció que la unidad de España responde a un eje central, hecho de carne, de sangre y de espíritu -sobre todo de espíritu, romano y cristiano-, recordando que si un día esto llegara a perder- se volveríamos al cantonalismo de los arévacos o de los vetones, o al de los reinos de tarifas. Pues en eso estamos: espero que, de un momento a otro, se ordene a todos los que habitamos en Madrid que empecemos a llamarnos carpetovetónicos.
Y en una generación más próxima a la nuestra estuvieron Unamuno, Ortega y Morente. Unamuno, que reclamaba la españolización de Europa, Ortega, que nos recordó siempre que España estaba en trance de vertebrar Y, sobre todo, García Morente, el filósofo que tuvo experiencia directa de un encuentro con Dios, y que descubrió que la Hispanidad, definida antes por Maeztu, es una intrahistoria, un modo de ser característico y un conjunto de valores. Todo esto, sobre lo que se tiende hoy un manto de silencio, es lo que nutre las corrientes de acción y de pensamiento en julio de 1936.
Desde el punto de vista político tendríamos que retroceder de nuevo, en el tiempo, hasta aquella Monarquía absolutista, que perdió su legitimidad en un motín callejero el 19 de marzo de 1808 y su propia estructura, otro 19 de marzo de 1812, cuando se le otorgó la primera Constitución constituyente. Por cierto que el pueblo español que, acaso, no sabe mucho de otras cosas, pero tiene un peculiar olfato para la pedantería, llamó a esta Constitución la Pepa, por el día del santo, y convirtió su vitoreo en un grito jocoso. A fuerza de no encontrarse a sí misma la Monarquía sucumbió. Y vino la primera República, con sus autonomías cantonales que permitieron a Cartagena declarar la guerra al Imperio alemán y a Sevilla reclamar acto de sumisión de los de Carmona, que éstos negaran... Y la Restauración asentada sobre un formalismo parlamentario que se apoyaba en los caciques. Y la segunda República, que muchos de nosotros vivimos. Y al final pareció que España se desintegraba definitivamente...
¿Recuerdan todavía aquella terrible mañana del 19 de julio? Cuando España era como fondo de calidoscopio, ruptura de la realidad en un cuadro abstracto. Bajaban los requetés de los montes a la plaza mayor de Pamplona. Hervían los falangistas en Valladolid. Ya era Madrid la presa de las brigadas del amanecer. Se repetían en nuestros buques de guerra las escenas del acorazado Potemkin, según la película de Eisenstein que, precisamente, se proyectaba en aquellos días. La violencia estallaba porque media España no quería morir a manos de la otra media ni someterse a la dictadura del marxismo. Pues bien, en medio de la locura, un hombre vestido de paisano por respeto al territorio extranjero que sobrevolaba, iba hacia Tetuán. Y. al llegar al aeropuerto un teniente coronel, el "rubito" Sáez de Buruaga, le recibió con el gesto normal que indica la tabla: "Sin novedad en Marruecos, mi general." Aquel hombre era Francisco Franco, que había tomado sobre sí la responsabilidad de rehacer la unidad de España. Y lo consiguió. Y sucedió entonces que con el mero hecho de la restauración de esta unidad, a partir de aquel día, los españoles comenzaron a ver que las cosas estaban siendo cada vez menos malas. Hasta que llegó la hora en que empezaron a ser mejores. Y España se situó en el sexto lugar de los países del mundo... España, unidad, es en si una fuerza tan poderosa, que es comprensible que sus enemigos busquen el modo de dividirla.
Hace días tuve una pesadilla y no resisto a la tentación de contarla. Habían proyectado en televisión ese viejo film de Frank Capra, "Qué bello es vivir", en que un hombre decide suicidarse porque llega a creer que su presencia en el mundo es contradictoria para los demás; hasta que un ángel le convence de lo contrario. Pues bien, en la profundidad de mi sueño me veía en una ciudad extraña, con calles retorcidas, como son los zocos de Damasco o de Jerusalén. Y un ángel me dijo: "No te extrañes. España no ha existido y la Medina de Magerit no es Madrid." "Pues mejor me valdría vivir ahora en América." Y dijo el ángel: "No te gustaría; no hay en ella vestigios españoles, ni catedrales, ni indios; los pocos que aún sobreviven están encerrados en parques naturales, como jardines zoológicos." "Pues entonces, vamos a Viena." Y replicó el ángel: "Viena es una pequeña ciudad de provincias; no olvides que no estuvo en Nordlingen el cardenal infante don Fernando, y sucumbió, y fue entregada a un príncipe luterano para su transformación. "Pero, entonces, ¿Beethoven?" "insistió, " refieres acaso al maestro de capilla del arzobispo de Colonia? Murió, como su padre, alcoholizado. Pero eso que tú estás pensando nunca tuvo lugar. No hubo para él ocasión de pasear por el Prater de Viena una mañana de mayo escuchando el canto de los pájaros. La Sinfonía Pastoral no existe..."
Entonces desperté. ¡Qué sueño tan ridículo!, me dije. Pero en el silencio de la noche estuve pensando despacio: ¿será posible que los españoles de hoy nos hayamos vuelto tan insensatos como para renunciar a todo esto, qué fuimos y qué somos, para retornar a la España tribal de los tiempos antiguos? Confieso que experimento profundo sufrimiento cuando contemplo los esfuerzos que hoy día se hacen para borrar los signos de la unidad española y del profundo secreto de la hispanidad. Que nadie se engañe a este respecto: todos nosotros, españoles, queramos o no, somos responsables ante Dios y ante la Historia de la herencia espiritual que hemos recibido. El primero de los principios del Movimiento no inventaba nada; sólo pretendía recordarnos que ser español, antes que un derecho, constituye un deber del que los votos de un Parlamento no pueden eximir. Y de los deberes morales se responde ante Dios, al final de la vida, seamos o no conscientes de ello..
Luis Suárez, www.arbil.org
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